lunes, 13 de octubre de 2014

Crónicas de un amor platónico (parte 8)


Es en aquel último año de primaria cuando por fin me doy cuenta, realmente, de lo rápido que pasa el tiempo. Fue una mañana temprano, a la entrada del colegio como cualquier día entre semana, cuando de repente mi cabeza me recordó que aquel sería el último año que pasaría entre aquellas cuatro grandes paredes.

Me detuve en seco repentinamente, sorprendido y a la vez perplejo, al asimilar lo que aquello significaba. Nunca antes había reparado ni caído en la cuenta acerca del concepto de tiempo a largo plazo. Hasta ese entonces siempre había vivido el presente, en un margen de tiempo relativamente corto y cercano, sin llegar a pasar a la semana siguiente ni de preocuparme por lo que pudiera llegar (salvo los exámenes, claro).

Por un breve instante sentí miedo, al comprender enseguida que el tiempo corre y nunca se para: nunca espera a nadie. Con el corazón encogido y asustado, temblé en silencio por unos segundos, hasta que por fin mi mente volvió a recordarme que eso es algo normal, de lo que no debo preocuparme, ni mucho menos asustarme. Al final respiré hondo y, cuando me hube calmado y tranquilizado, proseguí mi camino hasta el patio del colegio, donde se encontraban el resto de niños a la espera de la jornada escolar.

Esa fue la primera vez que tomé conciencia del concepto de tiempo a largo plazo, que se extiende hasta los futuros próximos años, y que pasarán igual de rápido que los que lo han hecho al volver la vista atrás. Por primera vez, me asusta pensar en el pasado y en el futuro: en las miles de cosas que han pasado y que pasarán, una vez que yo no esté aquí.

Por primera vez en toda mi vida, me doy cuenta de lo pequeño e insignificante que soy para el propio tiempo, de cuyo poder no puede escapar nada ni nadie.

Y así de rápido pasa el tiempo, una vez que me encuentro en el instituto. Atrás ya he dejado el inocente ambiente del colegio, en donde reinaban las risas y los juegos de carreras. Atrás ya he dejado las disputas y la rivalidad infantil en los recreos, acompañados de los tazos intercambiables que conseguíamos en los paquetes de patatas fritas. Atrás ya he dejado los aniñados y cálidos saludos que solíamos hacerles a los maestros. Atrás ya he dejado gran parte de la inocencia característica de un niño que apenas empieza a conocer el mundo...

Porque durante las primeras semanas de clase, me doy cuenta del sorprendente cambio que hay entre un centro y otro: del increíble paso maduro que hay entre el último año del colegio y el primero del instituto.

En el instituto encuentro, además de niños recién llegados como yo y de mi edad, a otras muchas personas, la gran mayoría incluso con cuatro o cinco años mayores de diferencia. Hay una gran diversidad de personas en todos los sentidos, tanto física como mentalmente, y aunque por lo general casi todos se comportan de la misma manera, me sorprende la enorme variedad de gente que puede llegar a haber reunida en un mismo centro. A excepción de nosotros, los preadolescentes de primer año recién llegados del colegio, el resto son adolescentes puros y duros.

Los profesores también son, en gran medida, muy distintos a los del colegio. Estos son ahora más serios, competentes objetivamente, y sobretodo más centrados en su trabajo. Aunque comparten la misma afición por gritar y mandar a callar a menudo, lo cierto es que prestan más atención a los contenidos curriculares de su trabajo que al atender a las posibles necesidades individuales del alumnado. Algunos incluso se esfuerzan en hacernos la vida imposible con métodos muy duros de trabajo, solo para lograr que aprendamos las normas de clase y no las incumplamos, bajo ningún concepto.

El mismo instituto es también muy distinto al cálido colegio que recuerdo, con bonitos y sugerentes dibujos infantiles pintados en las paredes. Ahora, tanto los pasillos como las propias aulas, son simples paredes blancas desnudas, sin ningún adorno o imagen especial que poder contemplar. En lugar de eso, hay algunas cartulinas grandes pegadas y expuestas en contados rincones, con numerosos y aburridos trabajos teóricos hechos por alumnos que, en vez de alegrar la vista, la repugnan. Gracias a eso empiezo a perder el tremendo interés que tenía por observar las paredes a mi alrededor, y que intuyo todos los alumnos lo han hecho al llegar a ese lugar.

Sin embargo, no hay duda de que el cambio más significativamente notorio se encuentra en los recreos: esos cortos espacios de tiempo en los que solía jugar con mis amigos y compañeros al pilla pilla en el patio del colegio. Ahora, el patio del instituto es todo lo contrario a lo que recuerdo del colegio. En el instituto ya no hay nadie que corre o que juega a juegos de carreras, salvo los que participan en torneos de deporte como los de fútbol o baloncesto en el pabellón. En el instituto tampoco se juega con tazos o cartas ni nada similar, sino que la gente se sienta donde puede y charla. Los alumnos se dedican a comer y a hablar sentados, ya sea fuera como en la cafetería, como personas adultas, y si ven corriendo a alguien jugando como un niño de colegio, se burlan de él o ella.

El patio del instituto se convierte ahora en un espacio de aparente armonía y pasividad, en donde prima la calma y el tratar de comportarse como un futuro ciudadano ejemplar, igual que los profesores. El alma y el espíritu infantil quedan atrás para dejar paso a los cimientos sobre los que debe comenzar a construirse nuestra nueva personalidad adulta. Supongo que eso es precisamente lo que nos exigen como preadolescentes en un centro de enseñanza secundaria, pero para mí personalmente es un rollo y no me gusta nada. Siento que están empezando a cortar de raíz todo lo que nos queda de la infancia, y con ello nuestra imaginación y creatividad.

Y lo peor de todo es que, en medio de este nuevo e inquietante panorama lleno de cambios, los antiguos compañeros que llevábamos toda la vida juntos en la misma clase del colegio desde preescolar, acabamos separados en tres clases distintas del instituto. Algunos coinciden con otros en una misma clase, y tienen la suerte de estar con sus mejores amigos. Otros, como es mi caso, no contamos con la misma suerte.

De esta forma, me encuentro solo en un nuevo grupo lleno de preadolescentes desconocidos de otros colegios, y por primera vez en toda mi vida separado de mis amigos y compañeros del colegio. De alguna manera, siento que esto afectará directamente en nuestras propias relaciones, forjadas años atrás.

Por primera vez ocurre algo que nunca jamás había deseado: que me separaran de Érika.

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