domingo, 3 de mayo de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 26)


La universidad resulta ser muchísimo más grande de lo que imaginaba. Es cierto que ya la había visitado antes una vez, durante la jornada de puertas abiertas, en el que acudimos con el instituto para asistir a la presentación de algunas de las carreras que nos interesara estudiar. Era una especie de breve introducción a lo que nos depara si decidimos estudiar tal o cual cosa. Ese día nos dividimos todas y todos y cada uno se fue a las presentaciones que le interesaban, a diferentes horas. Recuerdo que fui a la charla de presentación de turismo y filología inglesa, acompañando a Laura y otras de mis amigas. Íbamos por simple curiosidad, aunque en realidad casi todos ya teníamos claro lo que queríamos estudiar.

Todos excepto yo.

El primer día de la prueba de acceso a la universidad me pierdo de manera tan rotunda y patética que hasta la profesora de historia tiene que llamarme al móvil, para averiguar mi posición e ir a buscarme. Encima lo peor de todo es que llego tarde, con cinco minutos de retraso, y cuando ella me encuentra ambos salimos corriendo como locos hacia el interior del edificio general. Resulta que me había metido en otra facultad distinta, y estaba buscando donde no era. La profesora me insta a correr más rápido, alegándome por el camino qué hora es esta para llegar a la PAU, y a la vez deseando que todavía no sea demasiado tarde.

Cuando por fin llegamos a la puerta del aula correspondiente donde voy a hacer mis tres primeros exámenes, el encargado de vigilarla me mira con desaprobación y, tras ojear mi solicitud de prueba y mi carné de identidad, al final me deja pasar. Es ahí donde me despido entonces de la profe de historia y me desea suerte, antes de abandonarla y entrar en el aula.

La concentración en la enorme sala de gradas es impresionante, y el silencio abismal. Nunca antes he visto a tantos estudiantes juntos y reunidos en una sola clase, haciendo un examen. La sola idea de estar ante la prueba que posiblemente determinará mi futuro me encoge, y tanto mi cuerpo como mi corazón tiemblan de miedo y de nervios. Siguiendo las indicaciones de uno de los supervisores del aula, camino ascendiendo por los escalones hasta mi fila, y ya por fin me siento en mi asiento vacío designado.

Un minuto después me presentan encima de la mesa la hoja de la primera prueba de la mañana: un comentario de texto de Lengua. Bufo de resignación al ver los dos temas disponibles, pero uno a elegir. No me gusta ninguno. Al final opto por la segunda opción, que es con la que quizá tengo algo más de conocimiento y puedo defenderme bien. Así que desenfundo mi lápiz y goma, además del bolígrafo azul, y a continuación comienzo a escribir.

Tras la hora del almuerzo llega la segunda prueba del día: Historia de España, que consiste en otro comentario de texto pero esta vez sobre un escrito histórico. A decir verdad nunca me ha gustado esta asignatura, y recuerdo que siempre solía pensar en las musarañas en lugar de atender a las explicaciones de la profesora. Me parece una materia tan pesada y tan aburrida que estoy seguro la inmensa mayoría de nosotros no se acordará de nada de ella. Por suerte me fijo en que una de las opciones de comentario es sobre la Constitución de 1812, y no lo dudo ni por un momento. Es uno de los temas a mi parecer más fáciles y de mejor manejo en lo que se refiere a Historia de España. Creo que en este voy a tener suerte.

El último examen del día no resulta ser otro que el de Filosofía, una asignatura traicioneramente subestimada. Encima como autores filósofos tengo que escribir sobre Kant y Nietzsche. El segundo no me importa porque es fácil, pero al primero siempre lo he odiado. Nunca he entendido del todo la filosofía del dichoso Kant, y dudo mucho que algún día logre entenderla. Total, que al final escribo lo que recuerdo sobre ellos, poniendo más énfasis en la redacción de Nietzsche pero dejando muy floja la de Kant. En fin, espero que el mostacho exagerado de Nietzsche logre hacer que apruebe este examen, porque lo veo pendiendo peligrosamente de la cuerda floja.

Al final del día acabo con la cabeza saturada de tanto pensar y a punto de explotar. Nunca antes me he sentido tan agotado y fatigado mentalmente, y mi cerebro me exige urgentemente un estado de desconexión, el cual le permito sin dudarlo. Pero no tardo en darme cuenta de que es el primer día de los dos siguientes que quedan, todavía con más exámenes por hacer.

Me mareo con la sola idea de pensar en más exámenes, de modo que nada más llegar a mi cama cierro los ojos y caigo de lleno en un profundo y merecido sueño.

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